Fragmentación, disolución y centros múltiples en la
frontera des-historizante de la Modernidad: El caso de la nueva emancipación comunicativa
y estética de las redes digitales
Introducción: El pensamiento moderno y su naturaleza de
desarraigo
Modernidad y progreso
Se ha hablado ya
mucho sobre el movimiento de la llamada Modernidad
hacia el quebramiento de los límites y el desarraigo, básicamente a partir de
una tendencia inherente a un, digamos, progresismo
puro, es decir, una dinámica
permanente hacia un indefinido adelante.
Este espíritu o característica fundamental de una época, presumiblemente[1] la
nuestra, ya fue muy bien descrita por los pensadores de la Escuela de Frankfurt, especialmente a partir de la convulsa década
alemana de los ’30, como una tendencia racional
o de tipo racionalista predominantemente
orientada desde una lógica instrumental
que tiende a concretar todo ejercicio del pensamiento y de la acción en la
generación de herramientas cuyo fin es ordenar y manipular las cosas de manera
sistemática. Sin embargo, los mismos fundadores de esta escuela, Max Horkheimer
y Theodor W. Adorno, ya plantean observaciones –a partir de preguntas reales y
no sólo retóricas, es decir, críticas
y, por lo tanto, confrontadoras– de importancia capital para comprender y
buscar trascender los condicionamientos a que nos somete esta actitud de
dinamismo sin fin y subversión atribuible a la Modernidad. Así comienzan ambos
su trabajo fundamental, La dialéctica de
la Ilustración, para dar inicio a lo que hoy conocemos como teoría crítica:
“La Ilustración,
en el más amplio sentido de pensamiento en continuo progreso, ha perseguido
desde siempre el objetivo de liberar a los hombres del miedo y constituirlos en
señores. Pero la tierra enteramente ilustrada resplandece bajo el signo de una
triunfal calamidad. El programa de la Ilustración era el desencantamiento del
mundo. Pretendía disolver los mitos y
derrocar la imaginación mediante la ciencia.” (HA 59)
Ahora, tal actitud desencantadora
está constituida por varios rasgos y desde una diversidad de ámbitos que vale
la pena analizar caso por caso, pero en términos generales, muy generales,
puede explicarse desde la intención básica de la Ilustración, ésa que permitió
pasar a una época de confianzas racionales y dominios técnicos en remplazo de los artículos de fe y los mitos
de la religiosidad mediante la erradicación sistemática de todo atavismo del pasado por considerarlo un
lastre, para avanzar siempre hacia un futuro brillante de dominio humano fundamentado
en la razón y la herramienta. Todo
esto, claro, trasformó a tal grado la forma de concebir y habitar el mundo, por
parte del hombre, que la organización, los intereses y las maneras de esta
nueva forma de pensar pronto se
hicieron notar en todos los ámbitos de la vida social y en las mismas
necesidades de los seres humanos sujetos a su influencia.
Hay que aclarar, sin embargo, que definiciones de este tipo obedecen más
bien a una función epistemológica que
nos permite reflexionar sobre un fenómeno, aunque, claro, no es sensato, ni
estricto, olvidar que los hechos sociales e históricos ocurren más bien en una
dinámica de variación, heterogeneidad y desigualdad no paralela ni unívoca.
Anoto esta advertencia como corolario previo a la siguiente caracterización de
nuestra época, la cual servirá no como una definición cerrada sino como un
punto de partida sobre el que revisaremos las críticas y estableceremos las
observaciones que subsiguen en este trabajo, ya que en ella no sólo nos
interesa lo que tiene que decir sobre la época
moderna, sino también la manera de
pensar que se vislumbra en la misma, su perspectiva lineal y escalonada de la Historia:
“La
edificación de una sociedad industrial a base de una técnica de nueva especie
es un tema tan imponente; llevarla al cabo supone tanta inventiva, tanta
perseverancia en la prosecución de lo iniciado, tanto arrojo para lo nuevo y
deslealtad para lo antiguo; su establecimiento está tan claramente señalado por
la aparición de la máquina y su continuación ha resultado en tantos rasgos
progresiva, que no resulta difícil determinar el contenido y hacer resaltar el
modelo en que luzca la unidad de la época.”
(Fr 9)
Observemos,
pues, que ya un historiador, Hans Freyer, profundamente influenciado por el
espíritu formalizador de la ciencia
moderna, considera no sólo que es posible definir, a partir de la observación
de sus manifestaciones –pensamiento deductivo–,
la época actual, sino que asegura que
los rasgos más evidentes de la misma son la técnica,
la máquina y el progreso.
Pero
volvamos a la primera cuestión enunciada en este trabajo: la Modernidad resulta
de una búsqueda de progreso o, en otras palabras, una voluntad de poder empeñada en subsumir todo a su paso mediante el dominio
maquinal, sistemático, que supone la lógica
instrumental, ésa que nos permite reiterar una y otra vez la cuestión de la
técnica como uno de los temas
centrales de nuestra época: “La unidad y la ley de formación de una época
residen en sus temas, en las tareas objetivas
a las que consagra sus fuerzas.”[2] (Fr 8)
Con esto es que llegamos a la comprensión de que el avance indefinido, el
quebranto de los límites, es El tema de la Modernidad o, al menos, su
motor, su modo, y todas las formas humanas enmarcadas en esta época están
caracterizadas por ello, expandiendo horizontes sin fin previsible. Sin embargo,
como comenta Fernando Savater sobre la Dialéctica
de la Ilustración:
“[p]ara
ambos [Adorno y Horkheimer] la
Ilustración, el desarrollo intelectual, la crítica, la ciencia, el abandono de la religión y de la supersticiones
crean un orden racional, pero un
orden racional solamente centrado en sus instrumentos. ¿Cuándo llega el momento
de los fines? ¿Del todo esto para qué? ¿Qué queremos buscar? Todo eso sigue
siendo irracional.” (S 276)
Así, con éstas
preguntas, bastante demoledoras, por cierto, conectaremos más adelante con el pensamiento de otros,
quienes reflexionan a partir de una tendencia crítica nacida como consecuencia
de los grandes fracasos modernos que
representan las guerras del siglo XX, especialmente el caso del Holocausto. Estos
autores nos muestran elocuente y reflexivamente las rajaduras en el edificio
ideal de la Modernidad, que cada vez más se vuelven visibles, evidentes,
innegables, sobre todo ante las evidencias del tipo de hombre, de órdenes políticos
y hasta de guerras que nacen precisamente en el corazón de la Modernidad.
Ilustración, fragmentación y desarraigo
No obstante, solemos asociar aún
la Modernidad con una especie de avance beneficioso
nacido de una época de luz, es decir, la Ilustración,
ese siglo de emancipaciones y revoluciones, de destrucción de las creencias irracionales que ataban al
hombre y le impedían desarrollar todas sus potencialidades. Claro está, los
gérmenes de este pensamiento subversivo,
racional y homo-centrista –que no necesariamente humanista– asoman desde
siglos atrás, desde los tiempos en que el Renacimiento y la expansión
territorial[3]
comenzaron a socavar el orden establecido por el cristianismo occidental y sus
estructuras políticas y morales, proyecciones de dicho orden. Así es como los
Estados europeos comienzan a desplazarse, a ampliar sus territorios mediante la
colonización; las ciencias, especialmente la astrología y las naturales,
promueven cambios, unos sutiles y otros más radicales, frente a los artículos
de la Fe; la filosofía y la creación estética manifiestan una eclosión que no
hubiera sido posible sin los avances técnicos –la imprenta, etc.– y los
desarrollos en física y perspectiva dentro de las artes plásticas; y la razón humana es traída al primer plano, concibiéndola como el
poder de conocerlo todo desde las
premisas del pensamiento lógico. Esta revolución nocional puede entenderse
bastante bien en las palabras, citadas por Horkheimer, del mismo René
Descartes, quien sintetiza los grandes principios filosóficos de un
Renacimiento que tendría amplias consecuencias:
“(…)
conducir ordenadamente mis pensamientos, es decir, comenzar por los objetos más
simples y fáciles de conocer, y poco a poco, gradualmente, por así decir,
ascender hacia el conocimiento de los más complejos, con lo cual yo supongo un
orden también en aquellos que no se suceden unos a otros de un modo natural.”
(Ho 224)
Así, “[e]l orden del mundo se
abre a una conexión deductiva de pensamientos” (Ho, 224). Darnos cuenta del
carácter radical y revolucionario de este pensamiento sólo puede darse, como
siempre ocurre en el estudio de la Historia,
mediante una apropiada contextualización. Para ello es que traemos a la mesa
las reflexiones que un crítico, heredero reconocido de la Escuela de Frankfurt,
hace sobre la noción de Modernidad en cuanto proyecto y, aun más, como uno incompleto:
Jürgen Habermas.
Para
pensar en las condiciones del orden social y político, ideológico y cultural,
en general, del Occidente previo a las reformas de la Ilustración, podemos comenzar posicionándonos en el punto cúspide,
en el clímax de la revolución que en Europa supuso la corriente ilustrada misma:
la ejecución del rey como conclusión de la Revolución Francesa de 1789. Como ya
hemos visto, de acuerdo con la manera del pensamiento moderno de comprender
mediante la conceptualización sistemática y deductiva todos los fenómenos de la
experiencia objetiva,[4] entonces
no tendremos problema alguno al convenir que este acto, la ejecución de la
autoridad mayor después de Dios, refleja un rasgo más comprehensivo de los
estertores, tendencias y efectos que esta corriente estaba generando en todos
los niveles de la época. De acuerdo con el análisis de Habermas, podemos
concebir el orden social, político y cultural del mundo, antes de la revolución
ilustrada, como unificado dentro de una sola esfera, un solo orden dentro del cual todo se supeditaba y en el
cual era perfectamente discernible y muy firme la jerarquía de sus componentes: se trataba de un orden Divino, uno en el que el poder y la
voluntad de Dios abarcaba el mundo
entero, estableciendo una unidad en él,
alrededor de su figura, volviendo, digamos, todo y a todos parte de lo mismo. De esta manera, un solo principio de autoridad absorbía toda la
realidad humana. Así, todas las áreas de la vida en las que el hombre se
desempeñaba estaban ordenadas a partir de los mismos principios y buscaban ser una expresión de ese orden Divino,
lo que, en otras palabras, era obedecer a una misma ley moral y estar asentados
sobre un mismo territorio: el de Dios. A partir de esta concepción, la política
–reyes por derecho divino, ministros de Dios–, el saber –filosofía desarrollada
sólo con la venia de los ministros de Dios y siempre para su mayor gloria, sin
contradecir (abiertamente) los principios establecidos por la Santa Iglesia–,
la justicia –divina– y las artes –también para mayor gloria de Dios, como
expresión de su grandeza y del temor reverencial, incluso cauto, del hombre
hacia Él–, es decir, toda la vida humana en Occidente, pertenecían, desde lo
más profundo de la conciencia de cada individuo, a la esfera Divina.
Entonces,
en la plaza de la Bastilla, en el París de 1789, el pueblo francés, lleno de
rabia e inflamado por las ideas políticas y filosóficas de Montesquieu,
Voltaire, Diderot, Rousseau, Pascal, Spinoza, decide cortar la cabeza del rey
para comprobar –o demostrar– que el rey es tan humano como cualquiera, que
ningún derecho divino puede evitar
que su sangre roja mane del muñón del cuello y, con ella, su vida se esfume. La
Modernidad se confirma así definitivamente como la ruptura de los límites, el
progreso niega el pasado primitivo y torpe, caracterizado por la superstición opresora, y se proclama la igualdad de
los hombres por medio de la razón y, a partir de ésta, se abren las
posibilidades de convivencia a la libre competencia más allá de los órdenes morales arcaicos.
Lo
que Habermas argumenta, sin que citarlo signifique que estoy completamente de
acuerdo con él, es que toda esa energía, la rectoría de todos esos aspectos de
la realidad que, ante la negación radical del pasado, quedaron huérfanos, se desplazó definitivamente y, lo más importante, se dividió en tres
esferas que antes estaban integradas en una misma estructura universal regida por la figura de Dios,
primero, y luego por sus representantes en la Tierra, los promotores y
defensores de su moral, forma que sin
duda representaba una especie de organismo social bastante menos dinámico y,
claro, menos subversivo que el de la Modernidad:
“Iniciaré
un análisis diferente recordando una idea de Max Weber, el cual caracterizaba
la modernidad cultural como la separación de la razón sustantiva expresada por
la religión y la metafísica en tres esferas autónomas que son la ciencia, la
moralidad y el arte, que llegan a diferenciarse porque las visiones del mundo
unificadas de la religión y la metafísica se separan […] Entonces podían
tratarse como cuestiones de conocimiento, de justicia y moralidad, o de gusto.
El discurso científico, las teorías de la moralidad, la jurisprudencia y la producción
y crítica de arte podían, a su vez, institucionalizarse. Cada dominio de la
cultura se podía hacer corresponder con profesiones culturales, dentro de las
cuales los problemas se tratarían como preocupaciones de expertos especiales.
Este tratamiento profesionalizado de la tradición cultural pone en primer plano
las dimensiones intrínsecas de cada una de las tres dimensiones de la cultura. Aparecen
las estructuras de la racionalidad cognoscitiva-instrumental, moral-práctica y
estética expresiva (…)” (Fo 5)
Esta sería la fragmentación
básica de la Modernidad, ya rotos los límites ideológicos, morales,
cognoscitivos, sociales y políticos que heredaba la humanidad de la religión y
la metafísica antiguas, una división en estratos que, idealmente, permitiría
desarrollar al máximo las potencialidades de cada área de conocimiento y praxis
desde sus propios recursos, ya liberadas de su carácter esotérico tradicional,
generando también la
“expectativa
de que las artes y las ciencias no sólo promoverían el control de las fuerzas
naturales, sino también la comprensión del mundo y del yo, el progreso moral,
la justicia de las instituciones e incluso la felicidad de los seres humanos.”
(Fo 5)
Éste sería, a grandes rasgos, el inicio
de la tendencia fraccionadora de la praxis
humana, sin embargo, esta restructuración del pensamiento y de la
hermenéutica de la comunicación cotidiana tendría una serie de consecuencias
que los filósofos de la Escuela de Frankfurt lamentarían y señalarían,
inconformes, tiempo después. Comencemos, pues, y para terminar con esta
introducción, con las tres consecuencias que nos resultan de mayor interés para
el estudio que a continuación abordaremos:
- la inclinación permanente a
romper los límites y, por lo tanto, a la crítica o subversión
epistemológica, que conlleva una relatividad permanente a partir de la
imposibilidad de la categoría de verdad
y, por lo tanto, la negación de principios
inmutables;
- la fragmentación progresiva del conocimiento y la praxis
humana en territorios cada vez más especializados y menos dependientes de
principios superiores sine qua non,
apenas remplazados por una teleología de índole predominantemente
pragmático;
- y la derivación del pensamiento
humano, en todos sus ámbitos, de las mismas premisas de la lógica
utilizadas como método de construcción de verdad, pero no como verdades en sí mismas.
Bibliografía
(Fo) Foster, H. (Ed.) (1988), La posmodernidad, México, Kairós.
(Fr) Freyer, H. (1966), Teoría
de la época actual, México, Fondo de Cultura Económica.
(HA)
Horkheimer, M, Adorno T. (1998), La
dialéctica de la Ilustración: Fragmentos filosóficos, Valladolid, Editorial
Trotta.
(Ho)
Horkheimer, M. (1994), Teoría crítica,
Buenos Aires, Amorrortu Editores.
(S)
Savater, F. (2010), La aventura de pensar,
México, Random House Mondadori.
[1] Digo, presumiblemente porque hay una discusión
en pleno desarrollo acerca de la actualidad del calificativo moderno para las trasformaciones que
están ocurriendo ahora mismo en nuestra cultura globalizadora, veloz e
hiper-informativa, la cual muchos prefieren ya denominar Posmodernidad.
[2]
Nuevamente percibimos la tendencia abstraccionista
o conceptualista de la ciencia moderna, que cierra esquemas
mediante un método deductivo a partir
del cual, jerárquicamente, desde un centro
teórico, revisa y define los objetos y fenómenos del ámbito objetivo; en este caso, como vemos, se
trata de la búsqueda escalonada para definir el método de estudio, es decir, uno deductivo y conceptual, y
luego, a partir de ahí, la observación y clasificación de los objetos de la
experiencia objetiva. Ahora es pertinente recurrir a las reflexiones en torno
al concepto, muy moderno y, más aun, ilustrado, de teoría, que Max Horkheimer
expone en su libro Teoría crítica:
“Como meta final de la teoría aparece el sistema universal de la ciencia. Este
ya no se limita a un campo particular, sino que abarca todos los objetos posibles. La separación de las
ciencias queda suprimida en cuanto las proposiciones atinentes a los distintos dominios
son retrotraídas a idénticas premisas.” (Ho 223) Esta nota es de importancia
capital para este trabajo dado que observaremos que esta unificación se
encuentra atrapada en una paradoja, en una tensión compleja que, a la vez que
homogeniza y vuelve eficientes las
distintas posturas frente al mundo, promueve una división, atomización o
especialización, así como una multiplicación cada vez mayor de los distintos
campos de acción del hombre; es en esta tensión que encontramos los rasgos más
característicos y conflictivos de una tendencia, más perceptible desde años
recientes, hacia la disolución de los límites y las jerarquías, como más
adelante revisaremos.
[3] Por
territorio entendemos no sólo extensión
de tierra y agua o espacio
material de dominio humano, sino también alcance y desplazamiento de las
nociones establecidas en la cultura predominante y en el fuero interno de cada
cual.
[4] Quiero
reiterar, sin embargo, que esta posición no deja de ser ni más ni menos que una
vía metodológica, un instrumento epistemológico para estructurar el
pensamiento, por lo que con esto no me propongo cerrar a toda discusión mis
aseveraciones.
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